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9 enero 2014

30 o 40 metros faltaban para cruzar cuando vio que la luz pasaba en su intermitencia rutinaria de verde a naranja desteñido y luego a rojo. Detuvo su pedalear hasta que la falta de equilibrio le obligó a poner un pie en el pavimento, había llovido y por eso esta vez era el pie contrario, al que siempre utilizaba como apoyo en esos casos, el que salvaba al otro de empaparse en un gran charco. Mientras rodaba, el volumen en sus oídos estaba en un punto intermedio en el que alcanzaba a escuchar un poco de la vida allá afuera pero no le dejaba perder una sola nota de sus canciones preferidas; al llegar a un semáforo ponía pausa a su música y la reanudaba cuando la luz anaranjada aparecía de nuevo. Cada día durante muchos días hacía el mismo recorrido, algunas veces corría con la suerte del verde del semáforo y otros con la de tener muy cerca, esperando el cambio, a una ciclista que le llamaba bastante la atención y que cumplía con casi el mismo recorrido. Ella también viajaba con sus oídos fuera de juicio, aislados de la normalidad de la vida, cosa que hacía suponer a nuestro chico que jamás se había percatado de su presencia porque además, él muchas veces vio como cantaba sin emitir sonido, solo movía sus labios completando las segundas voces y como sus dedos sobre el manubrio daban golpes cadenciosamente tocando en la mente alguno de los instrumentos. Siempre, mientras esperaba el cambio manipulaba su aparato musical.
Varias veces cruzaron sus miradas por temas meramente de conducción, de verificación lateral ciclística. Era obvio que sus imágenes no eran ajenas, más cuando en el recorrido intercambiaban posiciones por cosas del camino y transeúntes que les hacían frenar pero que en realidad conspiraban sin saberlo para que se encontrasen.
«Hoy tardé cuatro canciones» era la unidad de medida que pasaba por su cabeza al soltar su bici en el lugar destinado para ello en su trabajo; cuando debía desplazarse a algún lugar trataba de calcular a cuántas canciones de distancia podría estar. Era una forma extraña pero que le permitía olvidarse del destino y disfrutar de su viaje. A veces se pensaba que era un ser raro, casi nadie sabía esto porque prefería evitar las burlas. A veces se preguntaba si alguien más habría convertido en unidad de medida su música y le hacía tan feliz como a él acertar o bajar sus marcas.
La luz estaba en rojo y la suerte de su lado, la ciclista apareció desde atrás justo en el momento en que el semáforo invertía el orden, ella alcanzó a frenar un poco y continuó adelante; los oídos de él que estaban en silencio fueron ensordecidos por las bocinas de los vehículos, él la vio, puso play y la siguió. Ella lo había visto desde atrás pero él no lo sabía; fue tras ella tímidamente, simplemente guardó unos cuantos metros de distancia.
Luego de unas cuantas cuadras la calle estaba atiborrada de carros y debieron detenerse uno muy cerca del otro; ella sacó su aparato al mismo tiempo que él quien alcanzó a ver que ella también ponía pausa, lo miró y sonrió, él sonrió también y sin terminar de entender ella le dijo: «el tráfico no está nada bueno, llevo 7 canciones desde mi casa, 2 más de lo normal hasta acá». Él quedó atónito y con la cara llena de felicidad le dijo: «yo estoy por terminar la cuarta pero estoy cerca, cuántas te faltan para llegar?»

Mr.Oink

El conserje

30 noviembre 2012

Cambiamos de casa porque cambiamos de ciudad. Vivimos en un tercero casi cuarto, a veces creo que es casi segundo por la forma en que está construido el bloque. Es una edificación de muchos años atrás, aunque su fachada para nada le hace justicia a su tiempo, por el contrario, sé esto porque cuando estuve mirando para rentarlo fue la misma dueña la que me lo dijo, una señora de toda la vida de por acá pero que ya no vive por acá; la dueña real es la hija, -eso me dijo entre risas cuando le pregunté si me lo vendía- solo que ella, la hija, no se puede hacer cargo por sus ocupaciones y ella, la señora, que seguro no tiene las canas de gratis se puso al frente de la responsabilidad, pero a medias, lo supe cuando insinué hacer el arreglo directamente y me dijo que ella lo rentaba por agencia inmobiliaria y que esperaba no fuera una barrera para no tomarlo, a lo que respondí lleno de orgullo y llenándome la boca con mis anteriores y recientes historias arrendatarias que no, que no ella sino la compañía aseguradora escudriñarían sin piedad a través de todos los medios, como ocurre siempre y a lo que debe uno someterse y a lo que estaba dispuesto también esta vez. Olvidé decir que la señora seudodueña tenía un labrador gigante y noble, noble igual que todos los labradores que por momentos parecieran estar alcoholizados o bajo la influencia de algún psicotrópico. Mi novia se enamoró del perro y la señora le contó la historia de Jerónimo mientras recorríamos el apartamento, el perro, un reproductor, campeón, semental, macho alfa, gigante, había sido arrojado por sus dueños a la calle luego de quedarse sin vida útil para ellos y ser simplemente un perro verde para el negocio del entretenimiento para adultos, y niños (la cría y venta de mascotas a familias necesitadas de amor animal) y recogido por ellas -la hija y la señora- para adoptarlo de manera temporal hacía unos dos años y medio, que eso la verdad era una adopción definitiva para mí; al final de la historia terminó diciendo que podíamos adoptarlo si era de nuestro gusto, claro, al ver a mi novia acariciándolo y repitiendo sin detenerse es hermoso, es hermoso, mientras el perro mostraba su amor de macho alfa alcohólico bonachón hacia ella. Obviamente no lo adoptamos aunque dijimos que tal vez podíamos pasearlo los fines de semana, cosa que tampoco hasta el día de hoy ha sucedido.
Recorrimos el apartamento, nos gustó, hablamos de un parqueadero que había en el sótano y que venía incluido, más no fuimos a verlo porque no tenemos vehículo. El edificio carece de zonas comunes generosas, cosa que la verdad no nos importó, porque no tenemos el tiempo para hacer uso de ellas regularmente. De hecho hay un balcón que hemos abierto una vez, el día que vimos el apartamento. A los ocho días nos mudamos. La señora regresó con el perro a recibirnos y a verificar con la compañía de arriendos papelería de rutina, entregar las llaves y todo eso. Terminaron sus asuntos, se marcharon, cerramos la puerta y comenzamos a desempacar. Habíamos dicho a los señores de la mudanza más o menos dónde iban ciertas cosas, con el fin de aligerar el proceso que nos esperaba. Ese día no salimos, pedimos algo afuera y descansamos porque ya no habían afanes, era sábado, teníamos el domingo y el resto de días para desempacar. Lo primordial ya estaba ubicado como era la ropa, los utensilios de cocina, el dormitorio y el transporte, pensaba irme en bici hasta el trabajo, por lo cual cuando viajé la traje, pues necesitaba desplazarme la primera semana de forma rápida para llegar a las citas que tenía con las agencias inmobiliarias, recorrer un poco la zona de confort sobre la cual me iba a mover para conocerla y tener algo qué hacer que no fuera perder mi tiempo en un bus en medio de un trancón. No sé qué hubiera sido el no traerla, creo que no habría logrado tanto en cuanto a movilidad. También conocí a un grupo que andaba en bici a todo lado y así no estuve tan solo mientras llegaba mi novia, quien lo hizo una semana después.
Fue el último apartamento que vimos, luego de casi decidirnos por otros dos, que, en nada a la hora de la verdad lo igualaban. Estábamos felices y más porque sentimos ese algo que te hace saber que ya lo encontraste y que viene seguido de imaginarse las cosas de casa puestas ahí en el espacio vacío y mover mentalmente de un lado a otro los muebles y los cuadros. Es una sensación única y además es la correcta. Sí fue el último y hasta ahora no me atrevo a subir al último piso, el sexto casi séptimo o casi quinto, por lo que ya dije. Nunca hemos pasado de nuestro piso. Mi novia porque seguro no le encuentra necesidad. Bueno, yo sí subí hace poco hasta el cuarto casi quinto, pero me devolví. Iba a tocar la puerta y no pude, no me atreví, y eso que era de mañana y había sol. Fue un segundo el que estuve en ese piso.
El edificio está ocupado por muy poca gente, diría yo que hay otra pareja que vive en el primero casi segundo, porque ese sí es casi segundo nada más; he visto que no hay cortinas en varios apartamentos lo que entiendo como ausencia de habitantes. Pero bueno, esa ida al cuarto no cuenta, porque fue inmediato el regreso. Yo no he subido más de mi piso. Ese lunes luego de mudarnos, llegué en la noche del trabajo, el conserje un tipo al que sí se le notaba la edad me abrió, entré con mi bici levantada y detrás mío sonó el estruendo de la reja que este personaje aseguraba. Todo quedó en silencio y me dispuse a subir por las escaleras con la bicicleta al hombro; la luz del lugar del conserje llegaba justo hasta donde comenzaba la primera escalera, a partir de ahí era una oscuridad que peleaba con el blanco de las paredes y una línea amarillenta de luz que se filtraba por debajo de la puerta del apartamento del piso casi segundo, lo que me indicaba que no éramos los únicos. Era una oscuridad de ahí hacia arriba absoluta, por lo que tuve que encender la lámpara de la bici para no caer y también ayudarme con el pasamanos de madera barnizado y pulido. Subí hasta que vi una línea blanca de luz que salía por debajo del que era mi destino, ahí al igual que en el resto de pisos anteriores y que eran los únicos que conocía, había un descanso entre la escalera que subía y la que bajaba. Del lado izquierdo de mi puerta entraba débil un rayo de luz de la calle por una ventana que estaba al costado de las escaleras que llevaban al siguiente casi piso. Apenas alumbraba para dejar ver que habían peldaños. Abrí la puerta y entré.
El día siguiente se repitió la historia, en la noche, pero, me encontré con que en el descanso del piso casi primero, en la pared, habían dos interruptores iguales al lado derecho de la puerta en donde habitaban; era obvio que uno de esos dos era el timbre, pero el otro no tenía razón de estar. Decidí no averiguar de que se trataba, estaba muy recién de vecino y no quería empezar a equivocarme con los demás.
En la mañana vi el interruptor al salir y me auto respondí: era consecuencia de alguna remodelación del edificio y que no habían clausurado por decisión del maestro de obra o por el descuido de alguno de sus ayudantes, el caso era que no tenía explicación y a nadie le molestaba. En la noche, la oscuridad de la escalera me llevó a averiguar sí servía o no y para qué. El portazo del conserje, la luz que llegaba hasta el primer escalón, mi bici al hombro y la pared, sin el escape de luz bajo la puerta de los del casi segundo; estaba en el descanso, no había un solo ruido, más que el zumbido que produce el mismo silencio en la mente y que se concentra en los oídos. De pronto escuché al conserje sentarse en su silla y lanzar un suspiro; el silencio regresó, se volvía abrumador. Encendí mi lámpara, tenía en frente el interruptor, justo al lado del otro del cual estaba seguro era timbre y que aunque no lo fuera parecía que no había nadie en casa que sufriera mi equivocación. Eran idénticos, blancos, con unas campanitas talladas sobre el plástico, listas para ser presionadas. Opté por el segundo, el que estaba más lejos de la puerta, ese resistiría la fuerza de mi dedo. Descargué mi bici, no había un ruido, mi dedo índice se acercó con seguridad, la luz de la lámpara de la bici ya no alumbraba directamente pero el destello era suficiente para saber donde llevar la curiosidad. Mi dedo estaba sobre la campanita y pude sentir las endiduras. Estaba listo para hacerlo y lo hice.
Algo que tardé en entender de las películas de terror es por qué siempre corren hacia el peligro inminente y, es obvio, de no hacerlo la película no duraría más de veinte o treinta minutos y sería la historia de alguien que fue a una casa abandonada y no entró porque justo en la entrada le dio miedo, fin. Ellos tienen la obligación de ir así sepan que sufrirán durante más de una hora diferentes torturas y si corren con suerte podrán salir vivos pero mutilados y sin su mejor amigo, quien sí pereció adentro. Pues undí la campanita, y en ese momento solo pude echarme hacia atrás para protegerme y además salvarme de casi rodar por las escaleras por el movimiento, ahí supe que no iba a ser ningún valiente que fuera a buscar qué había producido ese sonido extraño y del cual su eco confirmaba lo de otro mundo que podía ser en realidad. Justo en el momento en que mi dedo presionó el botón sonó algo tremendamente aterrador, que no asocié con nada. Fue un golpe seco, oscuro, ensordecedor, fuerte y orgánico. Lo sentí en el oído y me llenó de pánico el cuerpo, bajó tal vez desde el último piso a una velocidad que no pude preveer. Infinidad de cosas pasaron en carrusel por mi mente, sentí mis piernas flaquear y de pronto, acompañando tal misterio mis ojos sufrieron un golpe fulminante de luz que me cegó luego de someterme a tanta oscuridad. El interruptor había encendido la luz del piso. Era una escena triste, ridícula, una bicicleta con su lámpara encendida apoyada sobre el pasamanos del descanso del piso, justo en el medio, un tipo al borde de la escalera, con sus rodillas casi tocando el suelo y un pie en el segundo escalón, con la cara pálida como la pared. Detrás sonó un ronquido del conserje, el resto estaba tan silencioso como al comienzo.
Cerré la puerta con el corazón casi para salirse del pecho, puse seguro a la puerta y exhale unos 135 segundos de respiración contenida, estaba en casa, estaba inmóvil, apenas podía sostenerme y sostener la bicicleta. Escuché la suave voz de mi novia que me saludaba desde la cocina de donde salía un delicioso aroma a torta de zanahoria. Fingí el miedo y puse la felicidad como cara, como saludo, pero lo hice no del todo bien, porque vi como se acercaba la pregunta que no quería responder y de la cual quería salir bien librado y no quedar como un paranoico. -Estás pálido, ¿tienes algo?- no estaba tan difícil y entre tanto, mi cabeza reaccionó con la poca lucidez que tenía disponible: -No, vine bastante rápido, seguro fue eso.
El portazo del conserje suena, enciendo la lámpara de mi bicicleta, contengo la respiración y me agarro del pasamanos hasta llegar a mi puerta, donde exhalo a veces más, a veces menos segundos.

Mr.Öink